
Llamada de cobro: la pesadilla
Llamada de cobro: la pesadilla
qiip26-10-2022
Todo comenzó un 25 de octubre. Se aproximaba el cumpleaños de la señora Marta, madre de Ana Adams. Todavía no llegaba la quincena y Ana quería tener un detalle con su mamá, quien siempre había estado a su lado, pendiente de que no le faltara nada. Y más en esta ocasión, “setenta años no se cumplen todos los días”. Así que, sí... Ana debía buscar alguna forma de comprarle ese televisor que tanto quería doña Marta para ver sus programas de chismes y novelas turcas. Pero, ¿cómo?, ¿cómo?
Ya había visto que por su barrio pasaban unos señores -que no lograba terminar de reconocer del todo- ofreciendo unos volantes. “LE PRESTAMOS DINERO. NO VAYA A UN BANCO. SOLO FIRME CON SU SANGRE. NOSOTROS NOS ENCARGAMOS DEL RESTO”. Ese mismo día, ese 25 de octubre, mientras se preparaba algo de comer después de llegar de un largo turno de trabajo, sintió que alguien estaba en la puerta de su casa. No estaba esperando a nadie y a Juan, su marido, todavía le quedaban horas en la fábrica. Tampoco le dio muchas vueltas al asunto y fue a abrir, podía ser una vecina necesitando un poco de sal.
Del otro lado no había nadie, solo una ráfaga de viento que la hizo mirar hacia el suelo. Y ahí estaba... el mismo volante que ya había tirado a la basura porque algo de los préstamos informales no le daba muy buena espina. Y, sin embargo, esta vez se quedó con él en las manos, observándolo. Había algo que la llamaba, que le decía: “sé que me necesitas”.
Abrió el cajón de los cuchillos, sacó el más afilado que encontró y, con él empuñado, volvió a mirar el volante que la incitaba a hacerlo. No respiró. Mandó la punta directo a su dedo índice y la clavó hasta que saliera una gota de sangre. Sin dejarla derramar, escribió con ella su nombre en el papel. Con la última letra, se desplomó hasta quedar tendida en el suelo.
—Ana, Ana. ¿Qué pasa? ¿Está todo bien? —La despertó Juan a medianoche luego de llegar de su turno.
—No s... —Ana estaba aturdida, sin recordar qué era lo que había pasado, solo imágenes de un sueño difuso—. Eh sí, sí. Seguro fue por el cansancio que me quedé dormida. No te preocupes. ¿Ya comiste?
Al otro día, Ana despertó como si nada. Juan ya había salido como de costumbre, era un día cualquiera. Bueno, ni tan cualquiera. Porque al levantarse y girar la cabeza hacia su mesa de noche, se encontró con un fajo de billetes. Justo el monto que necesitaba para comprar el regalo de su mamá. ¡Pero qué maravilla! Contó uno a uno de los billetes con sus dedos y en eso, ¡ouch! Una gota de sangre comenzó a derramarse por su dedo índice. No le prestó atención. Corrió a lavarse en el baño y se preparó una venda con papel.
Doña Marta no pudo haber quedado más feliz con su regalo. “Tan linda, mi niña. ¿Cómo pudiste pagar esto?” Ana no respondió, en el fondo sentía que había hecho algún tipo de pacto que no le convenía. Pero logró su objetivo, y rápido, era lo que quería. No le prestó mucha atención al asunto y siguió con su vida.
Hasta que empezaron a pasar cosas extrañas.
A los pocos días de haber firmado el préstamo con sangre, recibió una llamada. Estaba sola, ya era de noche y Juan aún no llegaba. El ruido del teléfono la hizo exaltar mientras doblaba la ropa recién lavada. “Pero, ¿quién llama por el fijo todavía?” Y, aun así, contestó:
—Aló.
Silencio.
—Aló, aló.
Silencio.
—Si esto es un niño haciendo una broma, le voy a decir a sus papás.
—Recuerde que tiene un crédito pendiente con nosotros. No nos haga llamar a su familia a cobrar.
¿Un crédito? De repente, volvió a su mente la imagen de ella con el cuchillo, el cuchillo clavado en su dedo y su firma ensangrentada en papel. Pero no sabía nada. Ni cuánto tenía que pagar, ni cómo tenía que hacerlo. No se lo comentó a nadie, mucho menos a Juan. Seguramente, si ignoraba lo que había sucedido, no pasaría nada. Eventualmente, todo se olvidaría. Total, por mucho que quisiera pagar, no tenía cómo ni dónde hacerlo. Con el paso de los días, no pasó nada nuevo y Ana lo dejó en el olvido. Su mamá la llamaba a menudo para ponerla al tanto del último drama de su novela y Ana era feliz.
Pasó un mes. Cuando volvía del trabajo, se encontró una nota debajo de su puerta: “LOS INTERESES SE PAGAN CON SANGRE PARA LOS MOROSOS”. Ana se apresuró a abrir la puerta, miró para todos los lados, pero no vio rastro de quién pudo haberle dejado el mensaje. Cerró con seguro y se quedó sentada en el piso, con un cuchillo empuñado esperando, esperando la llegada de Juan. La encontró temblando y sin decir palabra.
Las llamadas volvieron. Ya no eran cuestión de una sola vez. Diario, justo a las seis de la tarde, sonaba el teléfono. “Los intereses se pagan con sangre para los morosos” y colgaban. Intentó desconectar el teléfono, cancelar la línea, a ver si dejaban de aparecer. Pero siempre había una manera. Le dejaban avisos en el trabajo, cartas de pago debajo de su puerta, hasta llegaron a contactar a sus amigos cercanos, amenazándolos con el mismo mensaje.
Tenía el sentimiento de que la estaban siguiendo. En cada movimiento que hacía, en cada suspiro, parecía que había alguien observándola. Perdió los ánimos, hasta no poder pararse de su cama, su cuerpo estaba drenado de energía, como si estuviera pagando su deuda con la vida, con la sangre que le dejaba de circular.
Sí, en este punto es cuando el personaje se despierta y se da cuenta de que todo era una pesadilla. Y es que es lo que se puede llegar a convertir un crédito informal, de esos que se piden por necesidad del momento, que no te generan confianza y sin tener garantías de pago o que implican unos intereses irracionales. Mejor busca las opciones que hay en qiip, tu seguridad es lo que más nos importa. Antes de firmar con sangre, analiza bien las condiciones de lo que vas a aceptar, la informalidad te puede salir más cara.